Quienes cuentan con acceso a Internet pueden disponer de
numerosos trabajos críticos donde se razona sobre los descalabros
evidentes en
Santa María del Porvenir, la telenovela
distanciada, teleserie posmoderna, dramatizado de misteriosa
indeterminación, que actualmente ocupa el horario estelar de la
Televisión Cubana.
Quienes dispongan solo de la propia televisión o de la radio para
informarse, tal vez no tengan una magnitud tan exacta de cuánta
inconformidad ha despertado el mencionado producto audiovisual entre la
crítica especializada, periodistas animados al comentario útil, y
numeroso público necesitado de expresar su descontento. Algunos actores y
actrices, e incluso importantes miembros del equipo realizador, acusan a
los insatisfechos de hipercriticismo, o tratan de explicar la abierta
hostilidad de los televidentes alegando el enviciamiento con el
melodrama que nos impide disfrutar, como debiéramos, de propuestas tan
osadas, intergenéricas y mordaces como esta.
Aunque nunca he consultado las encuestas de opinión para escribir y
publicar la mía, y en varias ocasiones quedé en la acera del frente del
consenso mayoritario (recuerdo que hace poco varios espectadores
acusaron de ofensiva mi diatriba contra ese bodrio llamado
Doña Bárbara,
que la Televisión decidió honrar con una retransmisión), esta vez es
muy difícil escribir algo que pase por novedoso cuando mi opinión
coincide, matices más o menos, con la misma que todo el mundo ya
comparte, en Cuba y fuera de ella:
Santa María… se cuenta entre los espacios dramatizados más penosamente disfuncionales producidos en los últimos cinco o diez años.
Los errores comenzaron, según creo, en la idea original y su
desarrollo a través del guión, en la aprobación y puesta en marcha de un
proceso productivo larguísimo, costoso, cuando el basamento literario
podía despertar prevenciones hasta en el menos avisado, y la cadena de
dislates, en lugar de aminorarse —como seguramente alguien creyó
equivocadamente—, se agigantó a lo largo de una puesta en escena
impropia, realizada como para tomar venganza de una historia bulliciosa
pero inasible, y de personajes inertes, metidos en situaciones
dudosamente risibles.
Hay decenas de vías para tratar de explicar las razones del fiasco.
En primer lugar, está la confusión de los hacedores respecto al género y
al tono dominante, y este problema afecta desde los diálogos hasta la
dirección de actores. Algunos personajes se comportan como parte de una
farsa, extravagante y extraña, que tal vez se interese en sostener una
cuota de credibilidad; otros aterrizan de lleno en el grotesco y la
comedia bufa, costumbrista o vernácula, ausente de toda sutileza o
verosimilitud, mientras que un tercer grupo pretende mantenerse fiel al
género gansteril o de aventuras (con todo el tema del dinero perdido que
algunos intentan recobrar). Por último, queda algún que otro resquicio
abierto a la comedia romántica, porque la trama está llena de parejitas,
triángulos, adulterios y de amores más o menos difíciles, o
transgresores de las barreras clasistas, como le asienta a cualquier
melodrama ambientado en los años 50.
De este modo, capítulo tras capítulo, se amalgaman chistes de dudoso
gusto, y lo grueso o improcedente del humor (¿alguien pudo creer que la
parodia a
San Nicolás del Peladero podía ser una opción
dramatúrgicamente viable a estas alturas, o que los paradigmas
necesarios para perfilar este pueblo y sus habitantes fueron
Macondo y
Roque Santeiro?)
tal vez carecería de tanta importancia si el espectador pudiera seguir
un argumento de interés, respecto a temas como el dinero que cae del
cielo, la ambición y las clases sociales, el desgobierno, la corrupción,
y la pugna entre moral burguesa y realización sexual.
Para que el televidente acepte o disfrute la trama es preciso,
imprescindible, que se identifique con algunos de los personajes. Pero
la desmadejada y deshilachada trama apenas logra cohesionar, y mucho
menos conferir, móviles tangibles, crédito, gracia o espíritu, a un
sinfín de personajes, casi todos concebidos cual caricaturas banales, y
por eso mismo inoperantes, pues no se entiende muy bien de qué se están
burlando.
Por si fuera poco, con la fragmentación y los problemas de tono,
aburren los ritornelos de los cargantes estereotipos y las congeladas
máscaras, tanto de los «buenos» como de los «malos». A la poca gracia de
los textos, las situaciones machaconas en torno a un solo chiste, y los
desangelados personajes, se añade la incompetencia para el humor, ya
sea farsesco, paródico, blanco o negro, de la mayor parte del elenco,
casi todo inexperto en las lides de hacer reír al respetable. Por
supuesto que algunos logran salvarse del naufragio a fuerza de
incombustible profesionalidad, o porque simplemente sus personajes
contaban con mayores posibilidades.
A destacar, el alcalde con prurito de Rubén Breña, quien verifica un
arriesgado «desaguacate» expresivo que lo aleja de su habitual
contención; Daisy Quintana borda la viuda mosquita muerta y vuelve a dar
testimonio de sus dotes como notable comedianta, y Osvaldo Doimeadiós
triunfa otra vez, por encima de riesgos casi invencibles, en la empresa
de estar metido dentro de un cuadro haciendo reproches desde la muerte,
un papel casi imposible para cualquier otro histrión que carezca de sus
recursos.
Además de los mencionados personajes y actores, hay varios otros que
consiguen mantener el decoro profesional, e insuflarle al tedioso
decursar de la trama algunas ráfagas de comedia costumbrista clásica,
por definición vinculada al relajo, el choteo y la gozadera cubanísimos,
en este intento de construir un pastiche con aires de nostalgia y
moralejas adjuntas.
Materia mucho más dúctil y grávida de sugerencias encontró el director Rolando Chiong en el texto de Maité Vera para
Al compás del son, con la cual
Santa María…
comparte, en cuanto a virtudes, el empaque y prestancia de los créditos
de inicio y final. De todos modos, nunca sabremos el talante del guión
original de Gerardo Fernández, puesto que Lucía Chiong le añadió una
serie de historias y situaciones para alargar la trama y cumplir con el
requerimiento de 45 minutos por capítulo. Tampoco interesa saber si el
trabajo enriqueció o menguó los valores, lo único que importa ahora es
asumir con franqueza y responsabilidad que los resultados distan años
luz de lo que debía esperarse en una serie anunciada durante meses a
bombo y platillo.
No soy de los que opina que
Santa María del Porvenir
tropezó con el eterno pedrusco de la insuficiencia de recursos en la
puesta, o debido a los múltiples anacronismos, o por lo poco creíble de
un avión de pacotilla que salió al principio. Todo ello se pudo
naturalizar desde la parodia inteligente y fina a los géneros traídos a
cuento. Solo había que tener cuidado, pulso firme en el hilado, y evitar
el contrasentido de parodiar la parodia (en el caso de las alusiones a
...
el Peladero), puesto que esta doble negación muchas
veces conduce al aniquilamiento de la intención humorística, como ha
ocurrido en este caso.
En mi opinión, las razones del tropezón hay que buscarlas también en
un torpe o ambiguo manejo de códigos genéricos demasiado dispares, e
incluso contradictorios. Cuando el creador conoce a fondo el manejo de
lo gansteril y del melodrama, insisto, cuando los conoce muy al dedillo
como si se tratara de su pañuelo, solo entonces puede ensayar con la
burla de sus dicotomías, lugares comunes, estereotipos y situaciones
reiterativas. Sin embargo, deviene patético el empeño por hacer reír con
la burla de algo cuyos fundamentos indudablemente se desconocen casi
por completo, como evidencia el tratamiento trivial de los gánsteres
implicados, con «mujer fatal» en el medio, o el aturdido propósito de
ironizar respecto a cada resquicio trágico del argumento, o colocar a un
actor en situación de melodrama y que luego la música o el sonido burle
su empeño.
Quisiera disponer de suficiente fe en la capacidad de la División de
dramatizados de la Televisión para acumular experiencias y aprender de
los errores. Tal vez haya que ensayar en el futuro diferentes
dispositivos de producción cuando se enfrentan propuestas estéticamente
arriesgadas. Quizá sea imposible lograr un producto satisfactorio para
este espacio dramatizado siempre y cuando los guionistas se atrincheren
en preceptos teóricos que los apartan del público masivo, los
realizadores crean que pueden emplear nuestros menguados recursos en
tratar de parafrasear, sin mucho sentido, a los hermanos Coen, y los
directivos permanezcan desdeñando, consciente o inconscientemente, la
necesidad del auditorio de disponer de entretenimiento culturalmente
válido, estéticamente contemporáneo, e intelectualmente apto.
Estoy convencido, no obstante, de que siempre y cuando se manifieste
la imposibilidad de nuestra Televisión para aprender de sus propios
errores, se pondrá en evidencia la enorme capacidad del público cubano
para el desaire, la distancia y la desmemoria. «¿Qué novela?», respondió
una encuestada cuando le solicitaron opinión sobre el dramatizado
cubano que sale en horario estelar los lunes, miércoles y viernes.